Deambulaba por la calle sin sentido,
él, Salvador era su nombre, quien tenía como fortuna tan sólo una moneda en su
bolsillo. Luchando por mantenerse en pie, abriéndose paso entre la multitud que
mendiga un trozo de pan porque las oportunidades en el mundo han fenecido.
—¡Epa!, hazte a un lado de mi Mercedes Benz, maldito mendigo, que lo
vais a ensuciar con tus andrajos—. Le increpó aquel hombre que por su sola apariencia
se le miraba ser un tipo rico. —Disculpadme, señor, no ha sido mi intención
causar afrenta —pues con tu sola presencia lo habéis conseguido. ¡Anda, macho,
marcharos de aquí, y que no te vuelva a mirar porque te rompo el pico!
Cabizbajo y ofendido continuó su
andar, en busca de un trabajo para llevar el sustento a su casa, en donde su
mujer lo esperaba al lado de sus dos pequeños hijos.
—Señor, he mirado su letrero en la
cornisa, vengo a ver lo del empleo—. Refirió Salvador al tiempo que señalaba el
anuncio que colgaba solicitando un mozo para hacer los deberes en el piso.
—¡Ostras, tío!, ¿acaso te piensas que mi establecimiento es un lugar para tipos
como tú, sin techo? —no, señor, permítame explicarle… —¡nada, nada! Anda, largo
de aquí que no deseo que asustéis a nuestros clientes—. Le manoteo
chasqueándole los dedos en la cara.
Así llegó hasta la plaza ubicada en
pleno centro de la gran ciudad que le robaba el aliento. Se dejó caer en una de
las bancas disponibles, hundiendo su cabeza entre las piernas, mirando sus
zapatos sucios y desgastados. «Señor,
¿por qué me habéis abandonado?». Lamentaba mientras sus manos temblaban no
por frío, sino por saberse de la vida, relegado.
Miró hacia lo alto de una torre, y su
mente contempló la solución…, la del suicidio. «Querida, mis hijos, perdonadme por favor, os lo suplico.»
Se levantó con el pecho más que
hundido, decidido a terminar su sufrimiento, encaminándose a la cita mortal con
su destino. —Una limosna por favor, se lo suplico—. Se trataba de un menesteroso
quien de la nada se interpuso en su camino. Salvador metió la mano en su
bolsillo para extraer la moneda que guardaba.
—Tenga, buen hombre, en sus manos es
más útil que en las mías —muchas gracias, mi señor, no por la moneda, sino por
la acción de compartir conmigo tu destino. No llevéis a cabo lo que piensas, porque
tus sueños morirán sin haberlos concebido.
Salvador giró la vista, un estruendo
por demás escalofriante lo había sorprendido. Antes de salir corriendo quiso
despedirse del mendigo…, pero ya no estaba. Se fue hacia la esquina; un auto
conducido a gran velocidad se había estrellado contra un muro. El conductor
había muerto en un instante, era el hombre del Mercedes Benz que momentos antes lo había menospreciado.
Los mirones se apiñaban en el lugar
para satisfacer su morbo, mientras el ulular de la ambulancia se intensificaba
en señal de que los paramédicos habían sido alertados… —¡¿Salvador, eres tú,
Salvador?!—. Era un viejo conocido, “empresario
prestigiado”, así lo puso en contexto aquél, que se decía ser su amigo.
Después de intercambiar palabras y escuchar lo
sucedido, Salvador recibió la gran propuesta…, —no te preocupéis por nada,
Salvador; porque trabajaréis conmigo.
Roberto Soria - Iñaki
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