Lánguidamente
se desplaza entre las sombras, arrebujada por una toga de desvelos, ella, tan pequeña
como la luciérnaga, pero llamativa por la luz de sus consuelos no me mira,
porque su mente no distingue las quimeras.
Me
tiro en esa acera, un love seat sin
duda imaginario. Grito fuerte, en deseo de que ella escuche los vocablos que
provienen de mi boca. Palabras desordenadas, párrafos repetitivos, tanto como
las gotas de la lluvia que se presenta sin invitación en esa espera.
La
contemplo, sí, a esa, la mujer que me confunde con sus letras, mientras ella se
desnuda ante mis ojos, en plena calle, ante la mirada temblorosa de las farolas
que con gran dificultad intentan disipar las lobregueces, porque la luz que se
desprende de sus velas no es intensa.
Dos
centenares de noches, tal vez un poco más, es el tiempo que yo llevo presentándome
puntual a nuestra cita, para escribir en los folios de mi mente su sonrisa, con
esa pluma que de mi corazón…, extrae cada gota de su roja tinta.
Pero
su sonrisa no llega, se distrae, vislumbrando esa felicidad reputada como
efímera, en donde yo juego un papel nada importante, consciente de que soy espectador,
quizá, el más interesante.
La
lluvia arrecia, pero yo sigo sentado, con mis ropas empapadas por la incapacidad
de no saber controlar el torrencial que se avecina. Ella levanta la cara, para
mirar las manecillas del reloj que pende de los muros invisibles, para comprobar
que el tiempo se detiene, al menos en su mente.
Comienza
el baile, esa danza que realiza sin inhibiciones porque se sabe sola, sin ojos
que censuren la ruptura del compás ante sus yerros, sin la presencia de labios
que repriman los movimientos excitantes de su cuerpo, contoneos desbordantes,
sí, con el afán de sacudirse lo que no quiere adoptar porque proviene de sus
propios miedos.
Ella
baila sola, porque el danzarín que no equivocará los pasos se retrasa, ese, el
que ella espera la conduzca hacia la gloria mientras yo… me sigo presentando en
el estrado.
Termina
su ritual, se viste, sin importarle lo mojado de sus ropas, y se marcha silenciosa
—¡Espera, aquí estoy!—, un baladro de amor imperceptible para ella, no así para
mis labios.
Parado
en el medio de la nada miro desaparecer su silueta. Mis ojos buscan el reloj inexistente,
sus manecillas otra vez se mueven, la luz de las farolas titila intensamente, y
la lluvia que se proyecta contra el suelo me despide especulando…, quizá
mañana.
Roberto Soria - Iñaki
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