—¿Ya viste?, esos pobres
ancianos, aquellos que conociste hace más de 30 años—. Digo para mis adentros mientras
mis ojos contemplan las siluetas de dos viejos conocidos que rayan en los 90…,
sí, casi 90 años, ¿y yo?, quejándome de los que tengo.
Me
miran y se me acercan, son menos de 20 metros los que deben caminar para llegar
hasta mí, es la anchura que tiene nuestra calle… —¡Señora, señor, es un placer
saludarlos!—. Les digo mientras mis manos estrechan las de la vieja pareja. Es
entonces que la percibo, sí, la falta de fortaleza.
Ojos
hundidos, piel reseca, ¡escaso cabello, dentadura no completa!..., y sus pasos,
tan cansinos… —¿Cuántos años sin vernos?—, me pregunta la señora mientras el
señor, su esposo, levanta con gran esfuerzo su testa —pero, pasa, ¡hablemos de
los buenos tiempos!—. Su voz es tan quebradiza que apenas puedo entenderla.
Caminan
delante de mí, apoyados por sus bordones mientras mis pasos se frenan al ritmo
de sus talones. Me acomodo en la butaca de la estancia, el aroma en el ambiente
huele a viejo. El polvo sobre los muebles se mide sin ningún problema.
En uno de los rincones se
aprecia un tanque de oxigeno, junto a él, una silla de ruedas… Mi vista no se
detiene; cuadros, figurillas de porcelana, trastos sucios, y en una de las esquinas,
también una telaraña —Es hora de tu medicina—. Se acomide la señora mientras el
marido se encamina al baño.
Me ignoran, sin intención
por supuesto; 5 minutos, quizá 6, en realidad no lo sé, pero más o menos es el
tiempo que le toma a la señora disponer de los medicamentos…, se gira despacio —Ouch,
¡otra vez estas rodillas!—. Sus manos tiemblan, sí, el Parkinson es su invitado.
Al mirar que su marido no
regresa ella se encamina al baño. La puerta no está cerrada —¡Viejo, otra vez
te has hecho fuera!, anda ven, debemos cambiarte la ropa—. Pasan delante de mí,
por fin me miran, y tomados de la mano me preguntan… —Disculpe, ¿en qué podemos
servirle, estaba nuestra puerta abierta?
No hay comentarios:
Publicar un comentario