Y ahí va, transitando por esas calles silenciosas que alguna
vez fueran testigos mudos de la pasión que sin duda, el destino le tenía preparada.
Pasos cansinos, rostro macilento, con el alma macerada por lo
espeso de su culpabilidad. Así luce ella. En su mente, el viacrucis, cual cadena
cuya dualidad consiste en mantener esclavizada su esencia y, lacerar de por sí,
las llagas sanguinolentas que brotan en cada palpitar de su corazón por cierto…
casi exangüe.
Muchos años han transcurrido desde aquel instante pernicioso,
en donde su beldad inexistente sentenció la profecía según ella, de soportar la
execración producto del dolor que deja la añagaza.
Sucumbe de a poco, y la proximidad de su óbito le anuncia la
factura que habrá de llegar a sus manos para cobrarle iniquidades. —¿Dónde está
la sonrisa que te cautivaba, en qué lugar se perdió la candidez de tu mirada?—.
Palabras del pasado, emitidas por el hombre que le amaba, al menos ella, así
las inmortalizaba. —¡Espera, no te vayas, permite que mi ganas te detengan,
para que mis labios enjuguen la hiel que en todo el plano de tu piel… te
hocica.— le seguían rebotando las palabras, mientras sus pies disminuían entre
sí, cada pulgada de distancia entre su ser, y su morada.
El gran escaparate de su expendeduría favorita la esperaba,
cerrado por lo tarde ya, no eran horas de vista para compras, pero el espejo
montado en la puerta principal ya le aguardaba, impaciente por revelar para
ella su verdadera cara, con revestimiento de vello facial, excesivo en el arco
de su labio superior, que al igual que en sus mejillas, hacía gala de presencia.
Ojos saltones, piel atezada, cabello cuyos rizos habían
perdido la textura, semejando caracolas de la mar, abandonadas, carcomidas por
el sol, el salitre y la nostalgia.
Observaba su reflejo, azorada, mientras su diestra se
depositaba en lo pronunciado de su vientre, víctima de la hinchazón, hogar no
concedido para su Helicobacter Pylori, alojado en su intestino compartido con
su Staphylococcus aureus, sin olvidar sus miomas.
Se colocó de perfil, en una tentativa por mirar completa su
figura —¿Por qué no pudiste nacer?, si sabías que te esperaba—. Murmuraba entre
sollozos al tiempo que su falda… con dificultad alzaba.
Hizo acto de presencia un invitado no esperado; la lluvia,
manto dócil que la piel de ella, acariciaba. Las farolas encendidas parecía que
le miraban, y las sombras de las mismas tremolaban cuan banderas, indicándole
que su camino continuara. Las gotas que del cielo se estrellaban contra el
suelo le anunciaban su nirvana, y una voz acompañada por un trueno la sedujo…
«Es momento de partir, has cumplido tu sentencia, debe descansar tu alma.»
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