Son las 6 de la mañana, pero ella no
ha dormido nada. Sabe que la espera uno de esos días cargados de nostalgia. Se
mira ante el espejo, temerosa de descubrir las huellas que el tic-tac de su
reloj le ha regalado.
Sabe que debe ducharse, pero las
ganas por hacerlo han desaparecido, lo mismo que el apetito de sus insulsos
alimentos que danzan sobre la mesa del pequeño comedor junto a la sala.
La “soledad” le da los buenos días,
pero ella no responde; está más que fastidiada de escuchar los decasílabos
matutinos del silencio que se abraza a las persianas de la ventana aquella, en
donde los rayos del sol se han estrellado.
—¡Anda, no comiences con tus
devaneos!—. Le parece escuchar esas palabras provenientes del jilguero que
habita entre las ramas del viejo sauce alojado a las afueras de su casa. El
jilguero agita con fortaleza sus alas, mientras ella contempla el movimiento
traduciendo esa cadencia de subliminales mensajes sobre la libertad tan anhelada.
Después de algunos minutos de
reflexión estéril se pasea por el piso. 40 metros, y si acaso un poco más al
tomar en cuenta la pequeña dimensión de la terraza. Esa es su casa, «Territorio de quimeras.» Así lo llama.
Pareciera que los metros coinciden con su edad.
La última década ha sido para ella
una verdadera guerra fría, en donde sabe que cualquier descuido de parte suya
puede costarle la batalla. Es por eso que se encierra, atrincherándose con esos
muros que sirven de guardianes protectores ante los males de una sociedad
mundana.
Sus ojos se posan sobre el mueble que
contiene sus tacones; no son pocos, sobre todo si se toma en cuenta que a la
calle…, nunca sale. De colores varios, para combinarlos con la ropa que delata
la esbeltez de su figura. Selecciona los tacones rojos, ya su mente relaciona
la prenda delicada que habrá de lucir para seducir el espejismo del amor que
tanto espera. Desempolva su vestido, de color ardiente como el fuego, de
textura tan sutil como para enamorar al ego.
Sonríe, no por fuera. Se piensa que
las muecas expresivas en su cara no son su mejor argumento. Se ducha, pero
falta algo…, olvidó la lencería, esas prendas diminutas que se gozan en su
cuerpo porque sabe que las luce sin mayor problema al igual que lo hacen las
modelos de las mejores pasarelas.
Después de enfundarse en esos trozos
de tela brocada se vuelve a parar frente al espejo…, se contempla, sabiéndose
bella. Al terminar de vestirse le dedica tiempo a su melena. «No cabe duda, la
peluquera ha realizado un buen trabajo.» Lo piensa mientras desliza el peine
grande de carey sobre el cabello largo; 100 veces por lo menos, hasta lograr
acomodarlo.
El neceser espera impaciente, el
labial es el primero en asomar sin importarle ser el último que habrá de dar el
toque de sensualidad a los delgados labios no besados. —¡Hey!, aquí estoy…, no
te olvides de mí porque el aroma que te ofrezco es el mejor para impregnar ese
cuerpo detallado—. Un perfume, de los caros.
El ritual ha terminado. Se encamina
al tocadiscos, con la intención de escuchar su melodía favorita para bailar con
el amante imaginario. «¿Te ofrezco de la
cava?». Pronuncia pizpireta, en espera de que el viento le responda el “sí”
que por tanto tiempo no ha escuchado.
Después de unos cuantos tragos el
calor le ha sofocado… ¡Se desnuda, se excita, se toca!, y sus dedos recorren
sin piedad su boca, hasta lograr estremecer las ansias que brotan por los poros
de su piel…, y que la vuelven loca.
El clímax le acompaña en el proceso
hasta coronar el dulce encuentro con la diva ilusionada, porque sabe que el
momento es el final de esa mujer que 2 años atrás ha dejado de soñar, porque
murió sin conocer, lo que era verse ante el espejo enamorada.
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