—Estoy muriendo, mi nena, y el tiempo me ha perdonado… Anda,
ven, que quiero compartir contigo las cosas de mi pasado, en señal de
despedida, cual secreto confesado.
Recuerdo
cuando me dijiste que yo era el hombre esperado, que la llama de mis ojos era
como el pebetero aquel, de aromas enjabonados.
Traías un vestido blanco y el cabello alborotado, sin maquillaje
perfecto, pero el rostro iluminado. Ya luego pues…, me conquistaron tus ojos, y
lo rojo de tus labios.
Caminaba muy erguido, no me pesaban los años, y a través de mis
suspiros te hacía llegar mis regalos… ¡Ay,
ay!… Espera un poco, mi nena, los dolores regresaron, inyéctame más morfina
porque aún no he terminado… Así, eso es, así, ya empieza a surtir su efecto,
sólo es cuestión de un momento para sentirme aliviado.
Cuántas veces discutimos, ¿lo recuerdas?, fueron muchas, pero
siempre coincidimos que era mejor olvidarlo, porque el calor que sentimos es de
dos enamorados.
—Descansa, te miras muy agotado, si quieres yo te platico de lo
que traigo guardado. ¿Te acuerdas de don Patricio? El hijo del hacendado —¿el
que te mandaba flores con el hijo de su criado?—. Ese mismo…, pues bien. El día
que te pusiste enfermo a causa de la tifoidea, no teníamos ningún centavo.
Yo estaba desesperada, y ni como remediarlo. Me fui corriendo
hacia el pueblo para conseguir prestado, y me encontré a don Patricio, andaba
todo embriagado.
Le conté lo que pasaba, y al mirar mi sufrimiento…, me dijo
"asunto arreglado". «¡Vámonos pa la bodega, allá te doy el dinero.»
Lo vi muy entusiasmado.
Cuando entramos al negocio cerró con llave la puerta, y en un
acto despiadado me quiso tomar con fuerza. Me rasgó toda la ropa dejándola
hecha jirones, y me abrazó con lujuria mostrando sus intenciones… Logré
zafarme, después de cien empellones.
No pude salir corriendo, ¡la puerta estaba atrancada! Yo tenía
que defenderme para no ser mancillada…, cogí un cuchillo, de forma disimulada,
escondiéndolo en mi falda para no ser delatada. «Así me gustan las hembras, para quitarles las bragas»..., decía el
maldito.
Yo estaba muy asustada, pero lo enfrenté valiente... —¡Anda,
macho, yo también estoy caliente!—. Al escuchar mis palabras se desvistió dando
tumbos, y yo para motivarlo le mostré mis blancos muslos…, ya no pudo contenerse,
su cuerpo se me vino encima, ¡y le clavé aquel cuchillo!, me convertí en asesina.
¡¡Tomé
la llave, salí corriendo!! Y aquí me tienes, mi negro; porque te sigo queriendo.
Roberto
Soria - Iñaki
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