Cómo
no recordar aquella tarde invernal, enfundada en un abrigo que por cierto me
había costado una pasta. Con mis tacones de aguja perforando el suelo, cubriendo
mi cabeza de la llovizna con el diario abandonado que cogí de uno de los
asientos en los vagones del metro.
9:30
de la noche, así lo anunciaba el gran reloj digital apostado en una de las
tiendas establecidas en aquella zona. Temporada Navideña, los taxis iban y
venían, todos ellos ocupados. Sin duda esa no había sido una de mis mejores jornadas.
Pensé en mi madre, su imagen me llegó a la mente, como siempre, preocupada. «¡Hija!, ¿!qué es lo que te habéis pensado,
para qué coños tenéis el móvil!?...» Me pareció escucharla. Tan buena,
siempre al pendiente de mí.
Muchas
veces me pregunto qué sería de mí si hubiese tenido más hermanos. La bocina de
un claxon me sacó del pensamiento… —¡Sube, que te estáis poniendo como una sopa…!
—. Era Manolo, compañero de oficina, quien gritaba desde el interior de su
automóvil de marca muy prestigiada. Casi corro, la lluvia se desbordaba. —Gracias,
Manolo, os debo una, tío —le dije mientras que él, sostenía entre su diestra
unas toallas desechables. «¡Hostias, he
de lucir terrible por culpa de la puñetera lluvia!» pensé.
Manolo
me miraba con esos ojos azules tan profundos, cristalinos como el agua de la
mar. En absoluto silencio… supongo que esperaba a que yo terminara de secarme
un poco. Me sentí como una gilipollas. Finalmente él, rompió el silencio. —Si
hubierais aceptado mi ofrecimiento de llevarte a casa cuando estábamos en la
oficina, no te habríais empapado—. Tuve que procesar lo que acababa de decirme,
lo blanco de su perfecta dentadura me atrapaba como lo hacen los hipnotistas
con sus extravagantes joyas de bisutería, colgantes siempre del cuello…
—Perdona,
Manolo, lo que sucede es que me hace sentir mal causarte tanta molestia, además
no es tu reponsabi…—. Calló mi boca con tan sólo depositar en ella las
puntillas de sus dedos, acompañados de la fragancia que tanto me fascinaba
—Nada, mujer. Anda, conozco un pequeño bar por aquí cerca. Beberemos un cortado
si es que eso te apetece—. Asentí con la cabeza, amparada en el pretexto de que
no podía pronunciar palabra porque me encontraba tiritando de frío.
Condujo
al tiempo que sintonizaba una estación en la radio…, música clásica, algo así
como de Chopin. —Spring Waltz—. Balbuceó sin voltear a mirarme. —Hermosa—, le dije
pretendiendo mostrar seguridad y algo de cultura, suponiendo que lo que acababa
de decir estaba relacionado con esa melodía. Cierto es que mis gustos son
universales, amo todo tipo de música, pero mis habilidades cognitivas en cuanto
las artes…, no me favorecen.
Como
todo un caballero, Manolo me pidió que esperara en el asiento después de
aparcar el auto. Sus movimientos eran felinos, lentos, pero suaves, cadenciosos.
A través del cristal me deleité con su figura. Alto, tez blanca, barba al ras,
y su cabello, ¿¡qué decir de su cabello!? Ensortijado, simulando caracolas como
para introducir los dedos.
Me
cogió del brazo, acomodó la silla para que yo depositara mi culo en el asiento.
Ordenó el servicio no sin antes consultar mis gustos… —Express, con sacarina.
Por favor—. Así lo dije. Mis pupilas no lograban estar quietas. Deseaba mirarle
fijo, pero sin duda él, habría notado el nerviosismo que me hace presa cuando
lo tengo de frente.
No
menos de dos veces me dijo que le parecía hermosa. Yo, para evadir su
comentario le hablé sobre la reunión de mercadotecnia que se había gestado ese
día en la oficina. Él era el director de dicha área. La mayoría de nuestros
clientes eran firmas importantes dirigidas por mujeres. Solteronas, o en su
caso, divorciadas. Con dinero suficiente para impresionar a cualquiera,
acostumbradas a comprar jóvenes apuestos
e inexpertos que se cruzan en sus caminos. Ese era el tipo de mujeres con las
que Manolo trataba. No obstante, yo misma me preguntaba «¿¡Qué coño me ha visto este tío!? Si debo ser para él una mujer
ordinaria».
Aunque
hablamos de muchas cosas él, apenas si preguntaba. Era yo la que sin querer me
había cogido la charla. No quería que me tomara como una antisocial, o peor
aún, una ignorante con la lengua mutilada. Qué difícil me resultaba leer las
expresiones de su rostro, no sabía si se encontraba enfadado, o cansado, o
quizá…, enamorado. ¡Claro está!, no de mí, por supuesto. Pero…, sí él me había
dicho que yo soy muy hermosa, ¿entonces? Supongo que no le soy indiferente… «Esbeltas y largas piernas, pechos
exuberantes, y mi culo ¡Por Dios! Si hasta me levanta la falda. No,
definitivamente no estoy para ser despreciada».
Después
de pagar la cuenta me llevó hasta mi casa. —Hemos llegado, mi “princesa, señorita”—. La lluvia había
cesado. Abrió la portezuela del auto para que yo descendiera. Me ofreció su
brazo y recorrimos el par de metros que hay de la acera hacia la puerta. Pinchó
el botón del timbre para que yo no lo hiciera. Mi madre apareció unos instantes
después, envuelta en una bata de noche que hacía juego con sus pantuflas.
—¡Niña, por Dios, pensé que no llegaríais! —me dijo muy preocupada.
Hice
las presentaciones de rigor y puse a mi madre en contexto. Ella, en un intento
por compensar la cortesía de Manolo le invito a beber un café. Él, agradeció el
gesto. Le dijo que no porque debía llegar a su apartamento para terminar unas
diligencias que llevaría a cabo a la mañana siguiente. —¡Espero que la invitación
quede abierta!—. Le dijo Manolo a mi madre en un tono complaciente. Acto
seguido se despidió…, de mí, con un beso en la mejilla, de mi madre, con un
beso en el dorso de su mano. —¡Vaya, hija, que te ha tocado la lotería!—. Espetó
mi madre jubilosa mientras observábamos el auto de Manolo perderse en la
bocacalle. Le expliqué que se trataba tan sólo de un compañero de trabajo, ella
me incitó para que lo conquistase. Me sentía cansada, así es que sólo le sonreí
y me fui hacia mi recámara.
«No estaría mal, nada mal», recapitulé el evento en lo que me ponía el
pijama. La imagen de Manolo se alojó en mi mente… «Hasta mañana, cariñet.» dije para mis adentros, como si él me
escuchara.
Seis
meses después…
—¡Joder!
¿Acaso no entendéis lo que te digo? Actuáis como una retrasada mental, os he
dicho que por hoy no te puedo ver, y ya no me quitéis el tiempo que estoy
bastante liado!—. Colgó, en mi móvil tan sólo se podía leer —llamada terminada—
De qué me sirvió el haber soportado injurias, malos tratos, incluso, el haber aceptado
el meterme a la cama de un cliente que no quería firmar un contrato, todo por
órdenes de Manolo. Me paré frente al espejo, la cicatriz que marcaba mi rostro
se resistía al maquillaje…, «por poco y me saca el ojo.» Musité.
La
golpiza que me había propinado Manolo casi me cuesta la vida. Cuántas y cuántas
veces tuve que soportar su conducta tan violenta. —“Perdona, cariño, te prometo que no te golpearé de nuevo” —me
decía. Pero más tardaba en disculparse que en repetir tan vergonzante evento.
Era como el demonio, sobre todo cuando se drogaba.
Acaricié
la pequeña pistola que había adquirido un par de días atrás, deseaba terminar
con mi existencia.
Mi
madre, cuánta razón tenía… Había muerto a causa de un padecimiento que no
supimos prevenir; “cáncer de mama”.
Sola, desesperada por la ausencia de mi madre fallecida y por el abandono en el
que Manolo me tenía sumergida, tomé con determinación la decisión de terminar
con mi vida. Lo haría, pero no allí, en la casa que fuera de mis padres. Guardé
la pistola en mi bolso y me salí con rumbo hacia la ladera. Allá no
encontrarían mi cuerpo, al menos no en unas semanas.
Había
adoptado el hábito por fumar, así que encendí un pitillo al tiempo que caminaba
hacia mi destino. Un auto conocido llamó poderosamente mi atención, era el de
Manolo. Iba acompañado de una de las clientas de la empresa. Sonreían. Alcancé
a mirar que se introducían en un Hotel. —¡Maldito, hijo de la gran puta!—.
Grité entre sollozos al tiempo que apretaba los puños de ambas manos. —¡Y yo
que pensaba quitarme la vida por tu abandono…!
Me
aposté en el vestíbulo del hotel, sin importarme el tiempo que tomara su salida.
El ascensor abría y cerraba las puertas, pero mi vista no se apartaba un sólo
instante de ellas. Uno de los mozos del hotel me preguntó cortésmente si se me
ofrecía algo. Le dije que esperaba a uno de los huéspedes. No insistió.
Tres
horas después, al fin, mi espera daba sus frutos. Saqué de mi bolso la pistola
y me planté frente a ellos… —¡Hola, Manolo!, ¿qué tal fue con tu reunión,
habéis logrado el contrato?— Ambos me miraron estupefactos mientras yo les
apuntaba con la pistola hacia la cara. Manolo dio un par de pasos atrás, la sonrisa
de sus carnosos labios se había desdibujado. La señora se había quedado muda,
tan sólo atinaba a llevar sus manos a la altura de su pecho. —¡Espera, mujer,
que puedo explicarlo todo!—. Esas fueron sus últimas palabras, yo había jalado
del gatillo.
No
supe de la señora que lo acompañaba, ni de mí… reaccioné justo cuando una de
las celadoras me ordenaba. —¡Jolines, que cojas el puñetero uniforme, guarra!—.
Me encontraba en el interior del penal, sin duda un nuevo infierno para continuar.
Muerta en vida.
Fui
conducida a la que sería mi celda… —¡Bienvenida, bienvenida, bienvenida!—
Coreaban al unísono las reclusas a mi paso. Muchas veces había escuchado
historias sobre los penales. Entendí lo de la “Bienvenida”.
***
La
hora de salir al patio general había llegado. —¡Tus zapatillas, dámelas!— Se
trataba de una de las líderes, recluida por asesinato. —O si no, ¡¿qué?!— le
dije dispuesta a todo. De entre sus ropas, ella sacó una punta metálica, cuidando
que las celadoras no la vieran… —¡Te mueres aquí mismo, maldita perra!—. Me
dijo en tono amenazante tomándome por la solapa… La miré fijo, para después
escupirle a la cara. Es lo último que recuerdo, una luz blanca, distorsionó mi
mirada.
FIN
Autor. Roberto Soria - Iñaki
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